domingo, 3 de julio de 2011

tras la última de las filantropías

Toda historia del hombre empieza con una dádiva hacia lo absoluto, profusión de lirismo tópico, cárter de narraciones atávicas que directamente penetran en la suela de nuestras ajadas zapatillas de marca y se identifican como nuestras raíces.
Puede que incluso los filósofos más brillantes sean los botánicos que las podan y riegan con esmero, haciéndolas crecer hacia lo alto o hacia la bajeza más convencionalmente condenada.
Somos nuestra piel, dibujada y desdibujada desde que fuimos organismos unicelulares, construcción etérea de placeres y maravillas que parecen disiparse y prevalecer por momentos.
Estamos condenadamente vivos, somos jodidamente libres y jodidamente esclavos de nuestra piel, pese a lo que creamos saber sobre la volubilidad de nuestra voluntad, los saberes ocultos en la inexistencia del Mundo de las Ideas o del penitente paraíso del que fuimos expulsados.

Retozamos con la materia de los sueños. Fuimos constreñidos entre los moldes de lo humano y lo divino, plasmados como lobos caníbales y amables salvajes, sempiternos actores ante las gradas de la existencia.

Pecadores ignorantes y risueños, peleles enfermizos, décadents , convictos de la lógica y el raciocinio, ora esqueletos cabizbajos, ora predicadores viperinos y altisonantes.

Adeptos de la gramática y sus causalidades implícitas, rebeldes por casualidad, ascetas imposibles, toxicómanos del albedrío. Víctimas sempiternas de nuesta propia tela de araña.

Afilemos ahora mismo las cuerdas vocales, ya tan sólo cabe postergar el idilio con los espejos cóncavos del callejón del gato, extendamos la tragedia como una ofrenda a nuestro amor por el destino. Bellos tiempos fríos y esteparios nos tocará vivir, ovaciones sentimentales y vitalistas, producto exvoto en los altares de la adversidad. Fratricidio edípico, sensual y blasfemo, el adulterio moral como aglutinante para nuestra tópica rutina. Pereza, paz en el alma, senilidad fisiológica y ataraxia sensitiva.

Somos fieras domadas del magnánimo y pulido circo de la sociedad de la información.

La última sonata filantrópica, de alta alcurnia, puesta de largo con el hedor a anteojos y chaqué de opereta, tan sólo era parte de la comedia. Carcajadas sardónicas se empiezan a oír donde acaba lo confortable y conocido, desde los recodos lascivos de cada desagüe, tras cada telón de fieltro barato o el telúrico telar del hado y sus parcas.

Bosques de constelaciones se ciernen sobre nuestras seseras, pulsiones enigmáticas nos conducen a abarcarlas con átomos y queroseno. Lunáticos, somos hijos de la luna y su fragancia de Venus marchita, enajenados por una locura transitoria que nos impide mimetizar la grávida condición de los guijarros y nos hacen saltar, danzar hasta disiparnos en el polvo.

Creemos ser animales y no somos ni personas.

Nos creemos personas y tan sólo somos personajes.

Desprovistos de máscaras. Desnudos, vestidos de piel.

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