domingo, 9 de agosto de 2009

MORTECINA CÁBALA NAVIDEÑA

Se fragmentó el intrínseco verdor ante la inhóspita y apabullante presencia del frío invernal, que por aquel entonces quebraba, inspiraba y era capaz de someter a las fuerzas de la naturaleza.

En oscuros rincones el frío se arremolinaba para trocarse en una obsesiva prestancia.

Ojos negros, miradas de ónice mecían aquella pequeña aldea, aislada, mítica, escondida por las torrenciales gargantas que se insinuaban a lo largo y ancho de las gélidas mesetas de la humanidad.

Un día aquel enorme abismo blanco fue violado súbitamente por la furia
carmesí que de manera barroca, casi goyesca se precipitaba, se escucharon
gritos, aludes que extendían felices cantos navideños. Había llegado aquella
época del año en la que todo el mundo derrocha sonrisas de una manera tan
azarosa en la que nadie repara.

Solía ser este el caso de Rübem, un viejo zíngaro que malvivía su tiempo
frente a su cítara refugiado en ilusiones , fantasías y espejismos erigidos en base a la soledad absoluta, mimética y constante de las que era preso. Durante su habitual ruta solía escuchar los marmóreos pulsos sonoros y amplios que le eran concebidos por las campanas de la iglesia y aquel indescriptible rumor de los transeúntes navideños, decidía así volcar toda su ternura al minúsculo pueblecito escrutándolo y desnudándolo con lirismos varios que de su genio musical provenían. Ya dentro de su ambiguo frenesí era capaz de desprenderse de la realidad y así entraba en un trance gnóstico que podía desbocar en horas de continuas variaciones y confusos ritmos de indefinida procedencia que en ocasiones le hacían desfallecer y ocultarse tras peripecias confusas de satisfacciones barítonas y confidencias ficticias.

Fue así como una noche de navidad, perdida ya en el constante relámpago de los corazones humanos, el anciano erigiendo sus magnánimas improvisaciones logró lo que muchos abandonaron en su pusilamilidad, a altas horas de la noche, en un sinfín de hastiadas digitaciones pero de trasfondo alegre y ligeramente airado sintió en su interior el profano rumor recíproco, gran vorágine de alegría, que a la medida que impregnaba de verdor los campos le privaba a él de su vida, observó entonces su verdadera esencia, su más íntima naturaleza y cuan glorioso paladín de la más prolífica miseria culminó su inexistente vida de adoquines, sombras y notas.
Formando así al amanecer una pequeña mata de sardónico verdor desafiante ante el glacial vaho de las lomas, o tal vez una deficiente sonrisa cadavérica fruto de un imparcial cariño acandilado.

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